PASAPORTE CARMESÍ

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Siempre hacen falta para pasar a través de un borde fronterizo. Del otro lado, un oficial tendrá la prerrogativa de pedirlo y verificar que está debidamente acreditado para permitir el acceso de su portador a la nación. Lo hemos visto de todos los colores posibles, aunque, universalmente, su forma es similar. El pasaporte es un instrumento de acceso imprescindible.

Dios también tiene su propio sistema de permitir acceso a los predios eternos donde se encuentra su trono, su morada y su persona. Las criaturas celestiales no tienen necesidad de un “documento” de identidad para acceder a Dios, pues los ángeles ven siempre el rostro de nuestro Padre que está en los cielos (Mt 18:10). Respecto a la criatura humana, originalmente, tampoco hizo falta este pasaporte para llegar a Dios, porque Edén era el sitio donde, libremente, el Creador y el hombre se encontraban en una comunión tan íntima como no es posible expresar. 

Pero, cuando el hombre desobedeció, el mismo Señor lo sacó del huerto y puso querubines y una espada encendida que se revolvía por todos lados para guardar el camino al árbol de la vida (Gn 3:24). De ahí por delante, todo hombre nace destituido de la gloria de Dios (Ro 3:23). Ello equivale a una situación tan desventajosa que contrasta sorprendentemente con la comunión perfecta descrita arriba que existía entre el hombre y su Creador. Se hace inexpresable el significado absoluto de la situación del hombre cuando le fue quitado el acceso a su Creador. Destituido es más que físicamente separado, es más que enemistado. Significa muchísimo más que una barrera fronteriza entre el hombre y Dios. Destituido es peor que estar encerrado en una cárcel en pago por un delito cometido. El significado del término en el idioma original identifica a aquellos que erraron el blanco, que no alcanzaron la meta, que quedaron atrás en la carrera y no podrán alcanzar el objetivo. Por tanto, destituido es una situación de donde el hombre jamás puede salir por sus propios medios. Significa, sin derecho, y tiene también la connotación de acceso prohibido. Así nos dejó el pecado.

Por esa condición, ningún niño nace cristiano por el hecho que sus padres sean creyentes. El pecado es una herencia, es una enfermedad congénita. Sabemos que Dios concede gracia al hombre durante ese tiempo de la inocencia y, por tanto, de los niños es el reino de los cielos (Mt 19:14). Pero a los pequeños se les debe enseñar que un día necesitan aceptar a Cristo como su Salvador. Esto, porque el pecado es tan letal, que es necesario nacer de nuevo para poder ver el reino de Dios (Jn 3:3-5).

La única solución establecida por Dios mismo para que el hombre lograra acceder nuevamente a él, fue poner la culpa del pecador sobre una criatura animal inocente. Por ello, el ahora culpable, debía morir por el transgresor real. La primera vez que se permitió el acceso del hombre a Dios después de su pecado, la sangre carmesí de una víctima expiatoria fue derramada en lugar del pecador culpable. La mención de las pieles con las cuales hizo Dios túnicas a Adán y Eva, suponen que un sacrificio de sangre tuvo lugar en pro de redimirles (Gn 3:21).

Desde Adán hasta Cristo, durante unos cuatro mil años nadie pudo acercarse a Dios sin hacer uso de ese autorizoque produce el derramamiento de la sangre expiatoria. La Biblia establece que sin derramamiento de sangre no se hace expiación de pecado (He 9:22).

Una de las ilustraciones más preciosas de este método divino es el tabernáculo de reunión. Para entrar a la presencia de Dios, el camino comenzaba en el altar de bronce, donde la víctima por el pecado era ofrecida en holocausto. La sangre se recogía en tazones y, con ella, el sacerdote entraba diariamente al lugar santo para cumplir los oficios de aquel culto (Ex 38:1-3; He 9:6). Pero una vez al año, el sumo sacerdote entraba al lugar santísimo, donde estaba el arca del pacto, sobre la cual reposaba la presencia manifiesta de Dios (He 9:7). Para acceder hasta allí, había como una frontera, a la cual la Biblia llama el velo. Al atravesarlo, el sumo sacerdote debía llevar de la sangre del cordero expiatorio y rociar el propiciatorio. Casi todo es purificado según la ley con sangre. Aquella sangre carmesí (color rojo purpúreo) era como el pasaporte insustituible a fin de obtener gracia y perdón para el pueblo hasta el próximo día de la expiación.

Pero estando ya presente Cristo, sumo sacerdote de los bienes venideros, por el más amplio y más perfecto tabernáculo, no hecho de manos, es decir, no de esta creación, y no por sangre de machos cabríos ni de becerros, sino por su propia sangre, entró una vez para siempre en el Lugar Santísimo, habiendo obtenido eterna redención. Porque si la sangre de los toros y de los machos cabríos, y las cenizas de la becerra rociadas a los inmundos, santifican para la purificación de la carne, ¿cuánto más la sangre de Cristo, el cual mediante el Espíritu eterno se ofreció a sí mismo sin mancha a Dios, limpiará vuestras conciencias de obras muertas para que sirváis al Dios vivo? (Hebreos 9:11-14). 

Ahora no es al lugar santísimo terrenal que nos hemos acercado, sino a la santa morada donde vive el eterno Señor. La carta a los Hebreos resalta de esta forma el valor de la sangre de Cristo para permitirnos entrar con garantías a la presencia de Dios: 

Así que, hermanos, teniendo libertad para entrar en el Lugar Santísimo por la sangre de Jesucristo, por el camino nuevo y vivo que él nos abrió a través del velo, esto es, de su carne, y teniendo un gran sacerdote sobre la casa de Dios, acerquémonos con corazón sincero, en plena certidumbre de fe, purificados los corazones de mala conciencia, y lavados los cuerpos con agua pura (Hebreos 10:19-22). 

La ley era la sombra de los bienes venideros (He 8:5: 10:1), pero la sangre del Cordero nos concede un acceso superlativamente más amplio que el que ofrecía el antiguo pacto:

… os habéis acercado al monte de Sion, a la ciudad del Dios vivo, Jerusalén la celestial, a la compañía de muchos millares de ángeles, a la congregación de los primogénitos que están inscritos en los cielos, a Dios el Juez de todos, a los espíritus de los justos hechos perfectos, a Jesús el Mediador del nuevo pacto, y a la sangre rociada que habla mejor que la de Abel (Hebreos 12:22-24). 

Muy amados, ¡dejemos de confiar en nosotros mismos como merecedores de esta amplia y generosa entrada al reino del Padre, y demos crédito a la sangre de Jesucristo como pasaporte carmesí para acercarnos a Dios!

¡Que la persona, el nombre y el sacrifico de Cristo sean exaltados sobre todo, y que tengamos gratitud por haber recibido esta gracia en la cual estamos firmes! (Ro 5:2).

En esa confianza imperecedera,

Vuestro servidor, 

Pst. Eliseo Rodríguez.

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