TODAVÍA ERES DEMASIADO GRANDE

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El reino de Dios actúa bajo leyes que parecen contrarias a la razón humana. Por ejemplo, cuando un niño es pequeño, no se le puede confiar mucha responsabilidad, y la explicación que le dan sus padres, suena así: Todavía no eres muy grande. Pero, la respuesta divina a quien aun no se le han confiado ciertos privilegios, se pudiera escuchar de esta manera: Todavía eres demasiado grande. 

Una marca de esa humana grandeza es evidente cuando alguien habla mucho de sí mismo, menciona demasiado su propio nombre, testifica comúnmente de sus éxitos. En tal caso, esa persona todavía es demasiado grande. Si va a ser usada en la salvación de las almas y en la edificación del cuerpo de Cristo, Dios le dirá: tienes que menguar (Jn 3:30). Juan el Bautista entendió que sólo cuando el vaso humano mengua, entonces, la gloria de Cristo es manifestada. Dios tiene el poder para rebajar al que quiere ser grande, de tal manera que llegue a tener un corazón quebrantado. El tratamiento divino para ello, consiste en reducir el ego, deshacer la vanagloria, quitar la auto dependencia, debilitar el brazo fuerte. Entonces, el Señor le enseña: es en tu debilidad que mi poder se perfecciona (2 Co 12:9).

La Biblia testifica de hombres a quienes Dios llamó cuando aún eran demasiado grandes. Pero el Omnipotente trató esa grandeza y, cuando los hizo pequeños ante sí mismos, llegaron a hacer proezas y le dieron la gloria a Dios.

Por ejemplo, Jacob era demasiado grande. Cuando nació, su mano estaba trabada al calcañar de su hermano Esaú (Gn 25:26). Aquello parecía anticipar su propia fuerza sobre otros. Él tuvo un corazón astuto que pretendía obtener las bendiciones divinas por su propio método. Por eso, le intercambió a Esaú la primogenitura por un plato de lentejas y, luego, le arrebató con engaño la mejor bendición de su padre (Gn 25:27-34; 27:18-29). Aunque Dios le mostró visiones en Betel (28:10-17), aún Jacob era demasiado grande. Todavía le hizo trampas a su suegro, hasta enriquecerse con astucia. Pero una noche en Peniel, Dios halló a Jacob en una experiencia cuando su grandeza no le servía para conservar su propia vida. Su hermano Esaú venía a su encuentro, vengativo, y Jacob tuvo miedo. Los momentos de temor son idóneos para esas operaciones divinas en que somos transformados. Entonces, Dios se encontró con Jacob y lo redujo, le descoyuntó el encaje de su muslo y, al amanecer, cojeaba de su cadera (32:22-32). Sin embargo, ahora estaba divinamente bendecido, y lleno de la gracia que viene por concesión divina. Ahora que era pequeño, era verdaderamente fuerte. Ahora, cuando no se podía autodefender, Dios lo defendió de su hermano y lo estableció como Israel, con título de vencedor. Ahora que no podía hacer su propia guerra, Dios fue su pacificador con Esaú (Gn 33:1-4). Sabemos que llegó a ser un pueblo, la nación más bendecida del mundo, Israel.

Moisés también era demasiado grande como materia prima con la cual Dios pudiera fabricar un caudillo libertador. Cuando tuvo cuarenta años, en su mente estaba listo para usar su propio brazo y libertar a sus hermanos hebreos de la esclavitud. Su celo por su pueblo se desbordó al matar a un egipcio que atropellaba a un judío (Ex 2:11-15). Hasta ese día Moisés era poderoso en palabras y en obras. Había sido enseñado en toda la sabiduría de los egipcios (Hch 7:22). Uno de los aliños vanos de la falsa grandeza es la cuna donde se  nace. En el caso de Moisés, se había criado en el palacio de Faraón, y allí era conocido como el hijo de la hija de Faraón (He 11:24). También, otra de las alimentaciones ignorantes del ego es alcanzar sabiduría humana. De eso, Moisés estaba saciado. Su cultura era de las más refinadas que pudiéramos imaginar. Pero Dios permitió que sintiera temor cuando fue descubierto su homicidio. Entonces, huyó a Madián. De aquel hombre demasiado grande al principio, Dios hizo, cuarenta años después, uno considerado pequeño a sus propios ojos. ¡Tan pequeño, que manifestó haber perdido su capacidad de hablar fluidamente! (Ex 4:10). ¡Tan pequeño, que le dijo a Dios: envía, te ruego, por quien debes enviar (4:13). Mas, aquel que tenía ahora ochenta años de edad y que se sentía incapaz, sería el idóneo instrumento de bendición para el pueblo de Dios.

Saulo de Tarso también fue reducido antes de poder ser usado para gloria de Cristo. Cuando fue llamado en el camino a Damasco, todavía era demasiado grande. Así que,  respiraba amenazas y muerte contra los discípulos del Señor (Hch 9:1). Él entraba casa por casa en Jerusalén y arrastraba a los cristianos y los entregaba a los tribunales (8:3). En múltiples ocasiones él dio su voto para que los creyentes fueran llevados a la muerte a causa de su fe (26:10). Él pidió credenciales a la corte religiosa en Jerusalén, para traer presos de Damasco a los que allí invocaban el nombre de Cristo (9:2). Pero, Cristo mismo se le apareció y lo derribó al suelo. Lo redujo a no saber quién era el que lo había derribado. Lo redujo hasta quitarle su propia agenda de trabajo, y tener que preguntarle a Jesús: ¿Qué quieres que yo haga? Lo redujo hasta necesitar que alguien lo llevara de la mano. Lo redujo hasta advertirle que un discípulo, de los mismos que él venía a tomar preso, ahora vendría para ministrarlo de parte del Señor. Entonces, estaba listo; ya no era demasiado grande; ahora Dios le mostraría cuánto le era necesario padecer por su causa. Dios le cambió su identidad, de perseguidor a un instrumento escogido para llevar su nombre en presencia de gentiles y de reyes y de los hijos de Israel (9:3-19).

Ahora, ninguno de los ejemplos anteriores supera el del propio Cristo, quien siendo en forma de Dios, no estimó el ser igual a Dios como cosa a qué aferrarse, sino que se despojó a sí mismo, tomando forma de siervo, hecho semejante a los hombres; y estando en la condición de hombre, se humilló a sí mismo, haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz. Por lo cual Dios también le exaltó hasta lo sumo, y le dio un nombre que es sobre todo nombre, para que en el nombre de Jesús se doble toda rodilla de los que están en los cielos, y en la tierra, y debajo de la tierra; y toda lengua confiese que Jesucristo es el Señor, para gloria de Dios Padre (Fil 2:6-11).

Amados, si queremos hacernos un examen de si aun somos demasiado grandes, deberíamos revisar nuestras prioridades. Todavía somos demasiado grandes, si estamos dispuestos a buscar una excusa para postergar la oración, la comunión íntima con el Señor, justificando dicha actitud con muchas cosas que tenemos que hacer. Todavía somos demasiado grandes si las cosas de arriba, donde está Cristo sentado a la diestra de Dios, dejaron de ser nuestra pasión, nuestra meta. Todavía somos demasiado grandes si cada semana podemos justificar nuestra ausencia a la casa de Dios, debido a una agenda de cosas humanas que nos parecen ser más necesarias que estar insertados al cuerpo de Cristo. Si damos positivo en el examen de ser demasiado grandes, debemos ir a los pies del Maestro para oír a Jesús decir: Solo una cosa es necesaria, y María ha escogido la buena parte, la cual no le será quitada (Lc 10:42).
Hay un reclamo urgente de parte del Señor: Dejemos de mencionar tanto nuestro propio nombre, desistamos de hablar demasiado de nuestros éxitos, y no hagamos más larga la lista de nuestras propias prioridades. Entonces, aparentemente reducidos a siervos del Señor, seremos verdaderamente útiles en el glorioso servicio del que nos compró con su sangre. Cuando  hablemos de cuánto hemos hecho en la obra, digamos con Pablo: no yo, sino la gracia de Dios conmigo (1 Co 15:10). El logro final del trabajo de Dios para reducir nuestro egocentrismo, se testifica de esta manera: Con Cristo estoy juntamente crucificado, y ya no vivo yo, mas vive Cristo en mí (Gal 2:20).

Como un pequeño servidor de nuestro Gran Salvador,

Pst. Eliseo Rodríguez.
www.iglesiamontedesion.org
www.christianzionuniversity.org
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