¿CUÁNTO SIRVE REALMENTE DE MI?

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Jesús era poco halagüeño a los que superficialmente decían estar dispuestos a seguirle. Uno le dijo: Señor, te seguiré a donde quiera que fueres. Pero el Señor le hizo saber que, a diferencia de las zorras y las aves, las cuales tienen guaridas y nidos, el Hijo del Hombre no tenía ni donde recostar su cabeza (Mt 8:20). De ahí que, seguir a Cristo no debe estar motivado por sacar algún provecho material de ello. Igualmente, Pedro fue sincero al decirle a Jesús que estaba dispuesto a ir con él hasta la muerte. Pero el Señor le avisó que, a pesar de su lealtad prometida, esa noche lo negaría tres veces (Mr 14:30). Cristo vio la disposición del corazón, pero, además, la debilidad innata en la carne del impulsivo apóstol. Por tanto, el Señor enseñó de esta manera el costo de su discipulado: … Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz cada día, y sígame (Lucas 9:23). 

Basado en esta verdad, les invito a considerar algunos aspectos sobre la convergencia entre el discipulado cristiano y nuestra propia naturaleza.

Nos llama la atención, primero, el hecho que Jesús no forzaba a nadie a seguirle. Más bien, dejó claro que ser su discípulo es la respuesta a un deseo que ocurre dentro del corazón del creyente: si alguno quiere… De hecho, hay cierto mérito en anhelar ser discípulo de Cristo, pues muchos no están dispuestos a alcanzar esa valiosa identidad. Saben de antemano que, serlo, entrañaría una responsabilidad que pudiera poner en riesgo la concesión de ciertas libertades carnales. Recuerdo cuando era niño oír cantar un himno cuyo coro decía así: 

Sería muy conveniente
Saber lo que tú harías
Si Jesucristo viniera
A visitarte unos días. 

El ingreso a ser discípulo de Cristo comienza por desearlo. Esa es la esencia de la vida cristiana práctica. La vida ejemplar del Maestro invita por sí misma a imitarlo, pero la racional imitación del Maestro no es la meta suprema del discípulo. Jesús habló de algo superior al decir que al discípulo le debe bastar ser como su maestro. Ello no es un mero querer hablar como él, o intentar seguir algunas pautas de vida que Él asumió. Tiene que ver con una obra misteriosa y profunda realizada por el Espíritu Santo en el creyente, al cual transforma para hacerlo a la imagen de su Señor. En ello la comunión con el Señor juega un papel determinante. Así lo testificó el apóstol Pablo: Por tanto, nosotros todos, mirando a cara descubierta como en un espejo la gloria del Señor, somos transformados de gloria en gloria en la misma imagen, como por el Espíritu del Señor (2 Co 3:18). 

En segundo lugar, Cristo estableció que el precio de su discipulado consiste en tomar la cruz cada día y seguirlo. Por tanto, él se presenta a sí mismo como quien lleva también su propia cruz. Aunque es Dios, estaba en un cuerpo humano. Por tanto, tenía la libertad para hacer todo según los sentidos, pero Él dijo haber descendido del cielo, no para hacer su voluntad, sino la voluntad del que lo envió (Jn 6:38). Así que, nos enseñó a orar pidiéndole al Padre que, así como su voluntad es hecha en el cielo, también se hiciera en la tierra (Lc 11:2). Y cuando el divino Hijo pudo haber elegido seguir los deseos de su alma y no beber la copa de la muerte vicaria, decidió hacer la voluntad de su Padre, aunque fuera en contra de su naturaleza humana. Por tanto, dijo al Padre en su agonía y en la creciente intensidad de su oración: … no sea como yo quiero, sino como tú (Mt 26:39). 

En tercer lugar, la cruz en el discípulo es una sola. Jesús habló de ella en singular, su cruz… Así que, este emblema no sirve para identificar varias cruces, como si la enfermedad fuera una cruz, o cierta relación estropeada por la incomprensión fuera otra cruz, o si la escasez de ciertos bienes identificara otra. En realidad, la cruz a la que se refiere el Señor es una demostración que después de nuestro nacimiento natural, no hay nada en este hombre caído que pueda satisfacer la demanda divina de justicia. Ante los ojos de Dios no hay justo ni aun   uno (Ro 3:10). Todos nosotros nos descarriamos como ovejas, cada cual se apartó por su camino (Isa 53:6). Esto, por cuanto todos pecaron y están destituidos de la gloria de Dios (Ro 3:23). El remedio divino para con esa desastrosa condición innata fue la cruz de Cristo. La muerte del Señor fue a tal manera sustitutiva a favor nuestro, que, si uno murió por todos, luego todos murieron (2 Co 5:14). La muerte de Cristo, quien fue hecho pecado por nosotros (v. 21), equivale a que nosotros también ya morimos con él. Por tanto, la enseñanza del apóstol Pablo es que ya no nos conducimos como el hombre natural. Él criticó a los que tenían pleitos y celos entre ellos y les inculpó de andar como hombres(1 Co 3:3). Los que hemos tomado la cruz de Cristo para seguirle debemos creer que el cuerpo pecaminoso carnal con el cual nacimos, fue echado de nosotros en Cristo, y ahora el Espíritu Santo vive su vida a través de nosotros. Fue respecto a esta verdad que Pablo testificó: Con Cristo estoy juntamente crucificado, y ya no vivo yo, mas vive Cristo en mí… (Gl 2:20; Col 2:11).

Seguir a Jesús implica ir tras él por el camino de su abnegación, entraña desechar toda glorificación del ego. Es una decisión que involucra vivir para la gloria del Padre, sin buscar la gloria propia. Seguir a Cristo envuelve el deshacerse del timón de nuestra propia carrera y entregarlo absolutamente en las manos del Señor. Pablo nos responde la pregunta formulada en este Eco pastoral: ¿Cuánto sirve realmente de mí? Él dice: Y yo sé que en mí, esto es, en mi carne, no mora el bien. Porque el querer el bien está en mí, pero no el hacerlo (Ro 7:18). Por tanto, después de revelar la imposibilidad de producir el bien desde un corazón caído, él exclama: ¡Gracias doy a Dios por Jesucristo! (v. 25). El Señor consumó la obra de redención en la cruz (Jn 19:30) y ello descarta toda posibilidad del hombre de salvarse a través de su propia dignidad. Sólo cuando el pecador acepta a Cristo, entonces viene a ser templo del Espíritu Santo, el cual, asimismo, produce su fruto en el creyente (1 Co 6:19; Gl 5:22). La cruz de Cristo es la terminación del yo y el comienzo de la vida de fe en Él. Fijar nuestra fe en Él y en su sacrificio en el madero, es absolutamente suficiente para que alcancemos la salvación eterna en su gracia. 

¿Cuánto sirve realmente de mí? Cada día la carne tratará de ser satisfecha y, por ello, Jesús dice que tomemos su cruz cada día. No es auto flagelación, ni es tampoco un mero sacrificar la carne por esfuerzo propio. Es, más bien, descansar en lo que Cristo hizo en la cruz y permitirle vivir su vida a través de nosotros. Si esto hacemos, podremos entender mejor que Dios ha dado todo el crédito a su Hijo y a su obra hecha a favor nuestro en la cruz. Por tanto, todo lo que somos y valemos no es a causa nuestra, sino por el Señor que vive en nosotros. Debemos alzar nuestra voz cada vez que al alba brilla y orar: ¡Señor, gracias por permitirme salir a ti fuera del campamento, llevando tu vituperio! (Vea He 13:13). Si esta llega a ser nuestra perspectiva de vida, pronto la cruz se convertirá en corona, pues, si morimos con Cristo, creemos que también viviremos con él (Ro 6:8), …Si sufrimos, también reinaremos (2 Ti 2:12 a).

 

Compartiendo vuestra misma fe,

Soy vuestro servidor,

Pst. Eliseo Rodriguez 

www.iglesiamontedesion.org

www.christianzionuniversity.org

www.quedicelabiblia.tv

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